Gérard Imbert analiza, desde los ámbitos de la comunicación y la cultura, cómo el COVID-19 nos ha situado ante una nueva realidad social.
Muchos han comparado la lucha contra la pandemia con una guerra. Lo es en cierta medida: el confinamiento, la paralización de la economía, de la circulación, medidas de excepción como el toque de queda en algunas ciudades europeas… Pero a diferencia de la guerra, es un peligro que apunta indiscriminadamente, con la salvedad de que no afecta, salvo excepciones, a los niños y es de agradecer. El enemigo es invisible, aunque sus armas son letales y lo que se impone, más que un estado de guerra, es el miedo pánico al contagio y, tras él, la amenaza de muerte. De alguna manera, esto es una anticipación (posible) de la muerte, en un estado de total indefensión. Por eso asusta, nos pilla desprevenidos, no solo en lo que concierne a los medios para combatir el virus sino en cuanto a nuestros medios psicológicos para enfrentarnos con el hecho. Algunos dirán que vivimos en una sociedad de la prevención, del riesgo cero, de la anticipación de los hechos mediante simulaciones estadísticas, de la prolongación artificial de la vida, del intento de retrasar la muerte, que nos deja sin defensa ante esta amenaza; otros que nos hemos olvidado de las grandes epidemias, entre otras, la mal llamada gripe española que en el 1918 acabó con más de 40 millones de personas en el mundo, incluyendo niños. El recuerdo de las grandes pestes vuelve en el imaginario colectivo. No es baladí que el libro de Albert Camus, La peste, haya visto dispararse sus ventas al principio de la epidemia…
En otro ámbito, el de los imaginarios cinematográficos, ya habíamos visto algo parecido en películas postapocalípticas sobre la destrucción del planeta (1), el fin de la humanidad, la supervivencia en una tierra desolada, después de una epidemia, un cataclismo o invasiones venidas de otro planeta. Baudrillard lo llamaba la “precesión de los simulacros”: cuando el imaginario se adelanta a la realidad, como para prevenirse contra el mal. Pero aquí el peligro es tangible y nos hace toparnos con lo real –lo irreductible, lo crudo, lo que no tiene respuesta– y de rebote con la soledad, no la soledad con mayúscula, la del existencialismo histórico, sino la soledad minúscula, la que nos afecta como seres humanos y sociales, no autosuficientes, necesitados de un alter ego, de una relación social.
Porque hay otro virus, vinculado al confinamiento, es el virus de la soledad. Tenemos que vivir este trance desvinculados del tejido social, alejados del contexto laboral, separados de los amigos y, aunque estemos acompañados, esta experiencia nos remite a nosotros mismos, a nuestra capacidad de aguante en condiciones extremas, a nuestra obligación de mantener la moral, a la necesidad de aprovechar el tiempo “libre”, retomando actividades postergadas por falta de tiempo, inventándonos algunas, encontrando un nuevo modus vivendi, con la pareja, con la familia, o con la propia soledad.
Entonces nos volcamos en mil actividades, algunas creativas, otras domésticas, de ordenamiento del espacio cotidiano, como una reterritorialización del entorno inmediato, de ese espacio de confinamiento al que nos vemos condenados, porque necesitamos anclarnos en algo. Pero sobre todo echamos manos de las herramientas que nos ofrecen las nuevas tecnologías (WhatsApp, Skype, videoconferencia) y de repente, medios que se habían desgastado, que habían perdido su función comunicativa, recobran sentido, nos hacen sentirnos conectados, no al medio –con la dependencia que implica– sino al otro, y nos damos cuenta de que no somos del todo sin él.
El envite es no separarse del tejido social, mantenerse conectado con el otro. Zygmunt Bauman decía que en el mundo actual la conexión ha sustituido a la relación. Lo planteaba en términos críticos pero hoy, en esta situación de urgencia, la conexión hace las veces de relación y es imprescindible. Incluso el teletrabajo puede ser una manera de conectar de otra manera con el otro (en la docencia, por ejemplo, la clase virtual permite ser menos formal, en cierto modo más humano). Paradójicamente, la distancia permite acercarse más, levantar las prevenciones, eludir los protocolos.
Pero esto produce también un estado de tensión, que puede ser productivo a nivel creativo, pero puede traer consecuencias a nivel emocional. Nos obliga a ser más valientes –menos obviamente que el personal sanitario y de apoyo que, de manera heroica, se desvive y arriesga por salvar vidas–, a cultivar nuestra capacidad de resistencia. Pero esta tiene sus límites y hay que tenerlo en cuenta. El humor, el juego, la parodia incluso, están ahí para desdramatizar porque demasiada tensión puede ser mala, demasiada dependencia de la información, una excesiva exposición al flujo noticiero, pueden incidir negativamente en el estado anímico, aunque demasiado retiro del mundo tampoco es bueno…
Hay aquí dos peligros: el estar demasiado pendiente del flujo informativo, que acaba siendo ansiógeno y lleva a algunos sectores sociales a exacerbar el peligro. Lo estamos viendo en las redes con la proliferación de fake news, la multiplicación de comentarios negativos sobre la gestión de la crisis, la proliferación de interpretaciones tergiversadas que buscan un responsable, cargan la culpa al Otro (que hace de chivo expiatorio), y el resurgimiento de las teorías de la conspiración que apuntan a una manipulación, una intención malévola (la demonización). Son fenómenos habituales, en particular en períodos de crisis, que Edgar Morin analizó en 1969 en su estudio sobre el fenómeno del rumor. El otro peligro es el repliegue, no el que se deriva del confinamiento (inevitable) sino el que estriba en replegarse sobre si mismo, en apartarse demasiado del drama social (cuando uno tiene la suerte de haberse librado del mal), como un mecanismo de defensa.
Tal vez la mejor respuesta sea afrontar el hecho, por muy doloroso que sea. Frente a la amenaza de la muerte –aunque sea ajena y no nos afecte directamente–, hay que anticiparse al duelo porque esto va a ser duro, para quienes han perdido a unos seres queridos y no han podido despedirse de ellos, pero también para los que hemos asistido a este recuento estadístico de los muertos. Eso genera un estado de soledad, no solo individual, sino universal y profundamente social. Somos seres vulnerables, como individuos y género humano. Esto es la anticipación de la muerte a la que tenemos que enfrentarnos.
Felizmente nos salvaremos la mayoría, pero nada será como antes. La pandemia va a pasar factura. De hecho lo está haciendo en algunas parejas, familias, relaciones, en las reacciones defensivas de algunos vecinos ante la vuelta a casa del personal sanitario. Pero el día después –es decir los meses después porque no habrá día preciso para empezar el trabajo de duelo–, tendremos que estar ahí más fuertes que nunca. Sí, organizaremos grandes celebraciones de reencuentro, haremos alarde de sociabilidad, acopio de regocijo, pero ojalá esto nos enseñe –y les enseñe a los políticos– a replantear muchas cosas, a pensar en un mundo mejor, no solo para rectificar los desastres del parón económico, sino para reforzar los vínculos, darle más precio a la relación con el otro y reactivar el sentido de la solidaridad que tanto se ha manifestado durante estos meses. Es la lección que tenemos que sacar de esta dura experiencia, la fuerza que hay que rescatar del ejemplo de civilidad y coraje de muchos. Resiliencia, llama el neuropsiquiatra Boris Cyrulnik a este sacar entereza de la adversidad, convertir el duelo en fuerza vital y la experiencia del dolor en capacidad de amor.
Gérard Imbert es catedrático de Comunicación audiovisual de la Universidad Carlos III de Madrid, escritor y ensayista. Sus últimas publicaciones son El zoo visual: de la televisión espectacular a la televisión especular (2003, Gedisa), El transformismo televisivo (2008, Cátedra), Cine e imaginarios sociales (2010, Cátedra) y Crisis de valores en el cine posmoderno (2019, Cátedra).
1 Sobre el tema del contagio, véanse El incidente (2007) de M. Night Shyamalan con su imaginario apocalíptico-ecológico, Contagio (2011) de Steven Soderbergh, la aparatosa Guerra mundial Z (2013) de Marc Forster y una interesante producción española, Los últimos días (2013), de Álex Pastor y David Pastor, una metáfora sobre la desocialización en el mundo de hoy, ambientada en Barcelona.