Ignacio Sánchez-Cuenca analiza las implicaciones políticas de los procesos de toma de decisiones durante la crisis del COVID-19 y el papel de los expertos.
La democracia es un sistema de gobierno en el que las decisiones se toman en función de lo que el pueblo quiere. Se distingue así de otros sistemas en los que gobiernan los poderosos (oligocracia), los clérigos (teocracia), una dinastía (monarquía) o los sabios (tecnocracia). La democracia se fundamenta, pues, en el principio de igualdad política, en el que las preferencias de cada ciudadano valen lo mismo, con independencia de lo formadas o rigurosas que sean dichas preferencias.
A lo largo de la historia, siempre ha habido una tensión entre democracia y verdad. ¿Qué sucede si la gente vota a favor de opciones que no son respetuosas con la verdad de los hechos? ¿Debe prevalecer el criterio del pueblo, aunque este esté equivocado? Platón claramente apostó por la verdad y por el gobierno de los sabios. A su juicio, igual que delegamos en los médicos el cuidado de nuestra salud, debemos encomendar la gestión de los asuntos colectivos a quienes tienen el conocimiento necesario para preservar la salud política de la república.
La tensión entre democracia y verdad queda muy bien reflejada en Un enemigo del pueblo (1882), la obra de teatro de Henrik Ibsen. El argumento se puede resumir rápidamente: una pequeña localidad vive de los ingresos que le proporciona un balneario al que acuden visitantes de muchos lugares; un día el doctor Stockman descubre que las aguas supuestamente benéficas están contaminadas. Los vecinos, alarmados ante las consecuencias económicas de la noticia, deciden acallar la opinión del doctor. Son la mayoría y ejercen su poder contra el experto que quiere arruinarles con su búsqueda de la verdad.
Esta tensión entre política y conocimiento ha rebrotado con motivo de la pandemia de la Covid-19. Ahora la cuestión de la salud ya no es una analogía, como en el argumento platónico, sino que está en el centro del debate: si la política gira en torno a la salud pública, ¿qué criterio deberían seguir los gobernantes, el de la mayoría o el de la verdad?
En casi todos los países, los gobernantes están explicando sus medidas para frenar la expansión del virus a partir del criterio de los expertos. Las políticas puestas en práctica se presentan como resultado inevitable de los informes que realizan quienes saben del asunto, médicos y epidemiólogos. Con ello, los políticos tratan de zafarse de su responsabilidad, sin duda, pero además consiguen cubrir con un manto de legitimidad científica las medidas aprobadas.
Esta forma de hacer política, con un gran protagonismo de los expertos, encaja bien en las tendencias tecnocráticas de nuestra época. Desde hace ya algunas décadas, el margen de discrecionalidad de los gobernantes ha ido estrechándose en beneficio de los expertos. En este sentido, hay grandes ámbitos de decisión sobre los que el poder ejecutivo apenas tiene ya competencias. La política monetaria, en casi todos los países, está en manos de bancos centrales independientes. Igualmente, buena parte de los asuntos regulatorios (aquellos que afectan a la energía, las telecomunicaciones o la competencia) están bajo el control de agencias reguladoras aisladas institucionalmente de los intereses políticos en juego.
En opinión de muchos, la crisis de la pandemia es de tal magnitud que los políticos deberían echarse a un lado o, en todo caso, deberían someterse al criterio de quienes verdaderamente saben sobre salud pública. Si hemos delegado la política monetaria a los expertos en economía y finanzas, ¿no deberíamos hacerlo con más razón ante un tema tan grave y tan técnico como es el control de un virus?
Hay ciertos motivos para ser escéptico y considerar que la pregunta no es meramente retórica. El primero de ellos es que muchas de las resoluciones aprobadas por los gobiernos no son fruto del conocimiento científico. Aunque todos desearían que las políticas estuviesen basadas en evidencias empíricas sólidas, lo cierto es que en muchas ocasiones los gobernantes toman decisiones a tientas, basándose en el sentido común y en los resultados fragmentarios que se observan en otros países. Cuestiones como la suspensión de las clases presenciales, si se debe permitir a la ciudadanía salir a hacer ejercicio, si las mascarillas deben ser obligatorias, si hay que clausurar las fronteras, si hay que cerrar los centros de trabajo y muchas otras de índole similar, no tienen una respuesta científica e indubitable. Corresponde, pues, a los representantes de la ciudadanía regular todos estos asuntos (por supuesto, tras haber prestado atención a todas las opiniones relevantes).
El segundo motivo es que, para bien o para mal, el virus no es una prioridad absoluta o incondicional. La lucha contra el contagio tiene un coste de oportunidad importante en términos de actividad económica. Evidentemente, cuanto antes desaparezca el virus, antes comenzará la recuperación de la economía. Sin embargo, este principio es demasiado general para resolver los dilemas que se plantean en el día a día y que obligan a tener en cuenta factores cuya reconciliación requiere un criterio, ante todo, político.
El tercer motivo consiste en recordar que los expertos suelen no estar de acuerdo entre sí. Reúnanse diez expertos, pídaseles opinión y probablemente aparezca diez respuestas distintas. Así lo hemos podido comprobar en estas semanas cuando los epidemiólogos han aceptado intervenir en los medios, mostrando diferencias profundas de planteamiento. Aquí se plantea la dificultad mayor para los partidarios de soluciones tecnocráticas: ¿quién elige a los expertos cuando hay visiones contrapuestas? Si lo hicieran los propios expertos, pronto se agruparían en bandos que reproducirían las peleas partidistas propias de la democracia, aunque sin pasar por el filtro electoral (más o menos, a la manera en la que se desarrollan las batallas en el seno de los departamentos universitarios). Como eso es claramente indeseable, no queda más remedio que mantener la responsabilidad última en los propios gobernantes, que son quienes han sido comisionados por la ciudadanía para ocuparse de estos asuntos y cuya gestión, si no obtiene la aprobación de los ciudadanos, llevará aparejada un castigo y una alternancia en el poder. Por el momento, no hemos inventado nada mejor que la democracia representativa, ni siquiera para casos especiales como la pandemia que estamos sufriendo.
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política y Director de Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros se encuentran Atado y mal atado (2014, Alianza), La impotencia democrática (2014, Catarata), La desfachatez intelectual (2016, Catarata), La confusión nacional (2018 Catarata), La superioridad moral de la izquierda (2018, Lengua de Trapo) y La izquierda: fin de (un) ciclo (2019, Catarata).