Godard ha muerto.
Apuntar directamente al corazón del significante tiene sus riesgos. Abandonar las cómodas estancias de símbolos, denotaciones y connotaciones, realismo y fantasía en los que autor y espectador se sienten, en el fondo, reconfortados y a salvo, por terrible que parezca la historia que se cuenta, tiene su precio.
Y, sin embargo, matière et mémoire, queda el matraqueo de la máquina de escribir eléctrica, objeto liberado de símbolo, perdido en el limbo entre el pasado vintage de la máquina de escribir y el futuro del ordenador en Histoire(s) du cinéma, atronando el fulgor arrebatado, incandescente, de miles de imágenes de miles de películas, de cientos de citas de cientos de libros, de música, silencio y ruidos, de gritos y susurros reunidos en ese conclave fastuoso y quebradizo por una sola vez y para siempre.
Queda la soledad sonora de Le Mépris, cadencia del Otoño hecha película, y el monóculo de Fritz Lang, la peluca de Bardot, el rictus de Palance y el sombrero de Piccoli que vagan para siempre por la Casa Malaparte. Y el mar: rapto de Europa.
Queda Pierrot le Fou y una voz que anuncia el New York Herald Tribune por los Campos Eliseos, quedan París y Pravda, una carta a Freddy Buache, un meeting con Woody Allen, Sympathy for the devil. Y decenas y decenas de películas.
Hay una razón por la que Godard no caerá en el olvido: lo filmó a conciencia durante 68 años.
Pilar Carrera