Fernando Broncano reflexiona sobre la interrelación entre ciencia, política y medios de comunicación durante la crisis del COVID-19.
Qué paradójica es la forma en que la ciencia ha entrado en nuestras vidas, en la esfera pública de los medios de comunicación y las redes y, en general, en la vida democrática, desde las decisiones de las autoridades a la controversia política. La tensión estaba ya presente en la misma arquitectura de las sociedades contemporáneas: en el siglo pasado, la extensión y el poder de los medios de comunicación compitió con la creciente necesidad de conocimiento experto en casi la totalidad de la vida política y económica de las sociedades, inmersas en una competencia sin piedad por la ventaja tecnológica y cultural. En las décadas de la posguerra mundial y la Guerra Fría, el prestigio había estado del lado del conocimiento experto. Al este de la cortina de hierro, Stalin y Mao se sentían seguros de la mano del materialismo dialéctico como concepción científica de la historia. A occidente, las democracias capitalistas estaban cada vez más gobernadas por lo que Galbraith llamó la “tecnoestructura”, una capa de poder y conocimiento experto científico, económico y militar. Las conmociones de los años sesenta produjeron críticas esta aparente sumisión a una suerte de tecnocracia visionaria o científica y la posmodernidad como cultura política declaró que la verdad no importa tanto como la creencia en qué es la verdad y el conocimiento dejó paso al reino de la opinión. El prestigio fue cambiando de lado. La prensa y televisión se llenó de opinadores y tertulianos, de páginas y columnas frívolas que nos enseñaban cómo pensar, como comer y cómo hacer el amor en vacaciones. En la política fueron ganando los técnicos en el control de la opinión. Las redes de activismo y militancia que sostenían los partidos dieron paso a las redes sociales de expresión de las emociones más reactivas. En la primera década de este siglo, la llamada posverdad se convirtió en el término que definía la vida diaria y la gobernanza política. Los comités de expertos técnicos fueron despedidos para que las salas las ocupasen una nueva clase de rasputines expertos en intuiciones, en captar la opinión o directamente en manipularla.
El virus nos encontró en la ignorancia. Las llamadas a la prudencia que habían hecho los movimientos ecologistas y las comunidades científicas sobre los peligros inminentes que amenazaban una civilización organizada sobre el negacionismo y la ignorancia voluntaria cayeron en el vacío, salvo acaso en el sótano de la conciencia para producir un pequeño malestar como el de una digestión pesada. Cambio climático y pandemia. Todo a la vez. La reacción de la esfera pública y la de los profesionales de la política fue de sorpresa. En una primera oleada el término “ciencia” llenó las páginas, las pantallas, los discursos. En una segunda oleada, periodistas, opinadores, políticos ya se habían convertido en expertos en interpretar a los expertos, en técnicos en interpretar complejos modelos matemáticos que no entendían, pero cuyos resultados estaban bien representados en escalas “logarítmicas”, que cada mañana nos explicaban las primeras páginas de los periódicos. A la ansiedad por la fama televisiva o mediática le había sucedido una suerte de angustia epistémica, de necesidad de saber y de ser reconocido como conocedor. Quién no expresó en su momento la opinión firme y contundente sobre lo que tendrían que haber hecho los gobiernos dado lo “que se sabía”.
Nuestras sociedades del conocimiento, paradójicamente, se han convertido en sociedades de la ignorancia. Como en las inundaciones en las que el agua es lo primero que falta, en las sociedades de la información el conocimiento es lo primero necesario. La red social que hace posible el conocimiento experto y científico permanece generalmente en los entornos subordinados del poder político y económico. Exceptuando algunos ingenieros y científicos gestores, las comunidades científicas se dedican a investigar y publicar o a investigar y no publicar si trabajan en laboratorios de grandes empresas multinacionales. Su trabajo suele ser lento, tedioso y poco compensador económicamente. Sus conclusiones suelen ser dubitativas y necesitan siempre mas recursos para seguir produciendo dudas, advertencias y, ocasionalmente, vacunas efectivas. Demasiado poco para una sociedad con necesidades urgentes de certezas. La sociedad del conocimiento ha descubierto que ignoraba muchas cosas, entre ellas, la primera, qué hacer cuando no se sabe, o se sabe que no se sabe. Acostumbrada al autoelogio descubre de pronto que no sabía que no sabía.
Pero, si ignoraba el conocimiento necesario para organizar un mundo complejo sometido a una pandemia que se extendía velozmente debido precisamente a la complejidad, también otras zonas del saber habían quedado en la oscuridad. Un saber cotidiano no menos necesario. Hay una epistemología profunda que tienen en común Trump, Bolsonaro, Johnson con tantas otras formas de política inspiradas por el neoliberalismo, aprendidas en la experiencia de los negocios: es la comprensión del mundo en términos de daño económico, de caída de tasas de crecimiento o de volumen de beneficios, en lo actual, y de incertidumbres y expectativas en lo imaginario. El sufrimiento humano, en su vasta heterogeneidad, queda fuera de esa lógica. La muerte en soledad, el hambre de una familia sin recursos, sin recursos siquiera para comunicar su falta de recursos, la desolación de quien ha perdido con su pequeña empresa su plan de vida, la incapacidad de la madre soltera en una pequeña vivienda para hacerse cargo de los niños, de su trabajo y de su propia vida, …, todas estas cadenas de sufrimiento quedan fuera de una lógica del cálculo, no pueden encontrarse equivalencias, y no puede encontrarse por ello modos de darles entrada en un libro de registros de costos y beneficios. De ahí las continuas contradicciones, las diarias variaciones de opinión, las irritaciones contra cualquier discurso experto o político que se base en otra cosa que la lógica del daño al beneficio. Quizás hemos necesitado la irrupción de la naturaleza para entender que la humanidad vive en dos realidades: en la que existe el cuerpo, la mente y el sufrimiento y en la que existe esa extraña fuerza que llamamos mercancía y que todo lo iguala, desde las cosas a la imaginación. Por eso entienden que toda medida orientada al sufrimiento es “irrealista”. Hay una especie de división del trabajo hermenéutico que tiene consecuencias políticas. Mientras se exige a quienes padecen la crisis que imaginen y entiendan las dificultades de la empresa, no importa políticamente imaginar el sufrimiento de los de abajo.
En el ojo del huracán de la crisis, la tensión entre democracia y conocimiento ha vuelto como periódicamente vuelven a la escena las tragedias griegas. Al fin y al cabo, Sócrates fue condenado por el tribunal emanado de la asamblea griega por predicar entre los hijos de los patricios que el gobierno debería estar en manos de los más preparados y no del populacho. La asamblea ateniense tenía sus propias opiniones sobre quién eran los más preparados. Estaba acostumbrada a decidir los nombres de los estrategos que habrían de dirigir la flota, o de los arquitectos que debían encargarse de construir puertos en las colonias o murallas en la polis. La tensión fue constitutiva de la frágil democracia ateniense que, sin embargo, fue hegemónica en el Mediterráneo durante trescientos años y siguió siendo hegemónica culturalmente por el resto de la historia occidental. En ningún lugar como Atenas y sus colonias, durante la hegemonía, o sus áreas de influencia cultural en el helenismo, se llegó a apreciar tanto el conocimiento científico. Allí nacieron las instituciones de trabajo lento, concienzudo, comunitario, que llamamos ciencia y filosofía. En ningún lugar como en ellas, tampoco, se discutió tanto su posición clave en la polis sin dejar que los filósofos aspirasen a ser reyes. La sociedades postpandemia están en tensión y deberán navegar entre el Caribdis de la vuelta a una sociedad de opinadores y tertulianos y la Scilla de una tecnocracia.
Fernando Broncano es catedrático de Filosofía de la Ciencia en la Universidad Carlos III de Madrid. Autor, entre otros, de: Mundos artificiales, (2000 Paidos), Saber en condiciones (2003, Antonio Machado), Entre ingenieros y ciudadanos (2006, Montesinos); La melancolía del ciborg (2009, Herder), La estrategia del simbionte (2012, Delirio Editorial), Sujetos en la niebla (2013, Herder), Russell, conocimiento y felicidad (2015, Filosofía El País), Cultura es nombre de derrota (2018, Editorial Delirio) y Espacios de intimidad y cultura material (2020, Cátedra +Media). Mantiene el blog de filosofía laberintodelaidentidad.blogspot.com.es.